Hay muchas formas de pasar el invierno. En la cocina, no hay por qué rasgarse las vestiduras, gimoteando por la desaparición de la fruta de carozo y llorando la triste decadencia del tomate. No, señor. A sacudirse las telarañas y las quejas, que la estación trae muchas cosas buenas: es la hora de las sopas, del chocolate, de las naranjas y las espinacas…
Ahora bien, para irse despidiendo de a poquito, o para generar un stock de posibilidades a mediano plazo, las conservas son la primera opción. Están buenísimas, son divertidas de preparar y no hay nada más lindo que abrir un frasco y sentir olor a durazno de golpe… chiche bombón. Pero no son la única alternativa. Por ejemplo, podés ir hasta la verdulería y pedir ocho atados de albahaca fresca. Sí, ocho, sin temor, ahora que están en precio y más todavía si le ponés cara de buena al verdulero y le decís: dame todos esos paquetes juntos.
Llegás a casa, lavás y escurrís bien, agregás dos o tres dientes de ajo y una cantidad infame de aceite. Como es infame, digamos una taza y media o dos, con aceite de maíz seguimos en actitud ecónoma y de todos modos, es tan aromática la albahaca y tan rico el ajo que no vas a extrañar demasiado el oliva.
Listo. Procesás, sal, pimienta y a la heladera. Es un pariente del pesto sin queso, que dura muchísimo, y le cambia la cara a un plato de pasta, un arrocito, el pollito de siempre o hasta una humilde papa hervida. Cada vez que abrís el frasco en invierno, con los cachetes fríos y pulover de lana… una ola de verano en la nariz.
PD técnica: para que dure más aún, es bueno agregar un chorrito de aceite al frasco cada vez que terminás de servirte. Así no queda la albahaca expuesta al aire, que se oxida.



