Una comedia romántica, o El terrible caso de las cebollas caramelizadas.
Hay varias etapas en la realización de las cebollas caramelizadas.
Primero, la épica, cuando estás cortando finiiiiito finito cuatro millones de cebollas. Hay sangre, hay sudor y creánme: hay lágrimas.
Después viene la eufórica: sobre el horizonte de la olla, se cierne una montaña esponjosa, blanquísima y prometedora. El fuego al mínimo, recién prendido. Uno siente que emprende una aventura maravillosa, ya está todo listo, qué lindo.
La tercera etapa es la ansiedad. Pasan los minutos. Pasan las horas. La montaña apenas se empezó a poner pálida y te preguntás qué hiciste mal. ¿Estará prendido el fuego? ¿Estas cebollas, vinieron malas que no se hacen? Che… ¿y si le agrego agua?
Ya en la cuarta fase, lo que uno se pregunta es: ¿qué hice yo para merecer esto? Igual que le pasa a los alcohólicos, es un momento de máxima negación: todo nuestro trabajo, nuestro tiempo, nuestra amorosa paciencia… todas nuestras cebollas, no pueden haberse transformado en ese montoncito oscuro y raquítico en el fondo de la olla. Llega la indignación: exijimos nuestro dinero, devuélvannos las horas perdidas, y que alguien llame al delivery, por el amor de dios.
Pero la última etapa, ah. La última etapa, todo lo vale. Es cuando probás y te das cuenta de que una sola cucharada te hace olvidar los sufrimientos pasados.
Con queso de cabra, con nueces, sobre una bruschetta, en el fondo de una tarta, para arrancar una sopa… Cebollas caramelizadas. Un amor que supera todos los obstáculos.
Gracias a L., artífice fotográfico y arengador general.



