Cuando era chica, eso que llamaban “la fiesta menemista” también alcanzó el territorio de la cocina. De hecho, me parece que el término gourmet empezó a acompañar más o menos en aquella época a todos los productos importados, finos, caros, de orden culinario: especias desconocidas, ahumados al vacío, conservas exóticas, frascos de packaging dorado y etiqueta resplandeciente, golosinas que sólo había visto en las películas.
Si bien me transformé instantáneamente en una adicta grave a Los 3 mosqueteros, una barra de chocolate con nougat parecida al Snickers que me atrapó sin salida, ya era un poco rarita por aquel entonces. Lo cierto es que, además de los chocolates de primera, me entusiasmaban otras delicatessen importadas: una de ellas, la salsa marinara con melanzane que un día apareció en las alacenas de mi madre, sibarita ella, dado que en casa todavía no la llamaríamos gourmet.
Creo que me gustaba por partes iguales el sabor de la salsa y la palabra melanzane, el italiano para berenjena según aprendí entonces. Hoy me acordé de todo esto: y lejos de entregarme a la nostalgia, pensé sacudirle a la pobre salsa su recuerdo tan pequeño burgués, y hacer mi propia versión en casa, sin importaciones y sin frasquitos resplandecientes.
Estuvo muy bien. La salsa quedó genial y da para todo: pega con pastas, con pollito, con verduras asadas, con polenta. Mi propia fiesta en la cocina, sin champagne pero quizá, porqué no, con alguna pizza.



