Qué emoción. Es la primera vez que horneo una torta, y sigo una receta de repostería al pie de la letra. Excepto que, ejem, modifiqué casi todo…
Pasó así. Encontré una receta de torta – budín de dátiles hermosísima. Sin harinas, ni lácteos, encantadora y prometedora. El tema es que con tantos dátiles y tantas almendras, requería un presupuesto bastante alto. Y, como primera experiencia de horneado por mano propia, digamos que corría un serio riesgo de bancarrota y quiebra con pocas probabilidades de que mis acciones coticen en el plato.
Así que empecé. Un poquito por acá, un retoque por allá. Que mitad harina de almendras y mitad harina de algarroba. Que un poquito menos dátiles y en cambio otro poco de ciruelas. Cuando me quise dar cuenta, había reescrito la receta antes de probarla, y como novata total en el horneado de tortas. Una mocosa insolente.
Suerte de principiante: salió genial. Obviamente no se parece en nada a la torta que planeaba hacer (con tanto cambio, hubiera sido una rareza científica), pero está buenísima y se merece una tira de fotos así, de frente y de cada perfil. Es negrita y compacta, con un sabor al tono: contundente, denso, untuoso. Una porción así chiquita te deja pipón toda la tarde, y con alguna mermelada ácida o un poco de queso crema llega a ser genial . Después de un par de meriendas me di cuenta a qué se parece: es una hermana de la torta galesa, también húmeda y oscura, con sabor a frutas secas. Ya que estamos comparando, es más untuosa y chocolatosa, pero anda cerca.
La receta está por acá. Ustedes pueden cambiarla con absoluta confianza. En una de ésas, quién te dice, reinventan la original y me cuentan cómo queda.



